Restricción mental de Peña Nieto

Por Cruz Pérez Cuéllar

La contundente derrota del PRI en la pasada elección no se puede entender sin la mención de un colaborador indiscutible en ese resultado, del presidente Enrique Peña Nieto, llamado el primer priista del país y considerado por muchos si no el artífice uno de los grandes responsables del fracaso electoral, pero sobretodo el principal causante de la incredulidad de las y los mexicanos en las promesas y propuestas del PRI.

Siempre resulta odioso endilgar el fracaso o inclusive una victoria a una sola persona, como dando a entender que no necesitó de nadie más para obtener el resultado; es difícil imaginar que un líder puede ser tan grande, tan fuerte, tan inteligente como para atribuirle solo a él un triunfo completo, como también es complicado imaginar a otro tan tonto, tan mediocre como para imputarle una pérdida nomás a él.

Pero los errores de Peña Nieto han sido tan notorios como graves que muchos de los propios priistas estarán de acuerdo conmigo, el aporte del mandatario federal a la derrota priista es clara y más allá de las malas decisiones políticas, como la reforma que poco antes de la elección envió al Congreso de la Unión para dar entrada al tema del matrimonio igualitario, o a la fallida Reforma Educativa que no es pareja con todos los maestros, que denigra a la imagen de los educadores en el país, que menosprecia la efectividad de las instituciones encargadas de formar a los maestros imponiéndoles una evaluación cuyo objetivo no es el de valorar sus conocimientos y habilidades en el ámbito académico sino descalificarlos para continuar con esa tarea fundamental en nuestra sociedad. A pesar de todo ello, lo que mas ha dañado a que el Partido Revolucionario Institucional se encuentre donde está es la mentira, el engaño, la falsedad con que se ha conducido Peña Nieto, quien a casi dos años del escándalo de la “Casa Blanca” nos viene ahora con que está arrepentido, y pide perdón.

Además de anacrónica y sin verdadero arrepentimiento, la disculpa pública del pasado 18 de julio, en Palacio Nacional donde se llevó a cabo el lanzamiento del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA), el gesto ha resultado para muchos como un insulto más por el desfase temporal (la publicación del conflicto de intereses sobre la mansión llamada Casa Blanca fue echa en noviembre de 2014). Peña Nieto o su esposa Angélica Rivera, o ambos, habrían convenido con el dueño del Grupo Higa, Juan Armando Hinojosa, a la vez contratista del Gobierno Federal, la edificación de una mansión con valor superior a los 7 millones de dólares. El enredo involucra a otros funcionarios que también se habrían visto beneficiados con el jugoso negocio con Higa, como el secretario de Hacienda y Crédito Público, Luis Videgaray, a quien también le hicieron una mansión en México.

Las expresiones del presidente de México ante los representantes de los demás Poderes de la Unión, y de casi todo su gabinete parecerían reales si las hubiese vertido a los días o semanas de conocido el reportaje publicado por Carmen Aristegui, quien se hizo acreedora de un premio nacional de periodismo por ese trabajo.  

Después de asegurar que los funcionarios de gobierno deben ser autocríticos expresó Peña Nieto: “En carne propia sentí la irritación de los mexicanos. La entiendo perfectamente; por eso, con toda humildad, les pido perdón”. Muchos analistas, entre ellos Jorge Castañeda Gutman, consideran que tiene valor y hasta mérito que el presidente de México haya pedido perdón públicamente, lo malo, coinciden, es que lo hizo 19 meses después; y en segundo lugar, el propio Enrique Peña Nieto no define si la admisión de ese “error” o la petición de “perdón” se refieren exclusivamente al asunto de la contratación de Higa, al negocio que pudiera configurarse como corrupción, al conflicto de intereses en el que se metió, al tratar de engañar a la ciudadanía cuando trató de desvirtuar la adquisición de la Casa Blanca. Es el reconocimiento a un “error” y la petición de un “perdón” genéricos, igual pueden valer mucho por la sinceridad y la investidura presidencial, pero también pueden ser nada si se refieren a cosas secundarias y no a las esenciales relacionadas con la corrupción.  

La justificación demeritó también el mea culpa anterior, cuando dice: “Este asunto me reafirmó que los servidores públicos, además de ser responsables de actuar conforme a derecho y con total integridad, también somos responsables de la percepción que generamos con lo que hacemos, y en esto, reconozco, cometí un error. No obstante que me conduje conforme a la ley, este error afectó a mi familia, lastimó la investidura presidencial y dañó la confianza en el gobierno”.

Un convencimiento o sinceridad en lo anteriormente expresado hubiese sido acompañado por una frase parecida a la siguiente: “Derivado de lo anterior y en total congruencia con lo expresado, yo, Enrique Peña Nieto, en uso de mis facultades renuncio a mi cargo como Presidente de la República. Que a partir de este momento el Congreso de la Unión instrumente lo necesario para que acepte mi dimisión y se dé legitimidad a quien, de acuerdo a la Constitución Mexicana, debe asumir el cargo por el tiempo que resta a la administración sexenal”.  

Ahora sí. Creo que con ello estaría justificado el desfase de 19 meses, ahora sí, creo que las palabras de Peña Nieto en el lanzamiento de las leyes que dan vida al Sistema Nacional Anticorrupción en nuestro país, fueron honestas, y no forman parte de una estrategia mediática para tratar de tapar el enorme hoyo que produjo en el gobierno federal y sobretodo en su partido político, el PRI, que acusó de recibido el pasado 5 de junio con una derrota extrepitosa en Chihuahua y en otros siete estados ganados por el PAN y una gubernatura Morena.

El perdón sin arrepentimiento es vano, el reconocimiento del error solamente por estrategia es soberbia; un buen gobierno es bueno cuando hace las cosas bien y no cuando aparenta hacerlas.

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